El 17 de diciembre de 2025, ocurrió el mayor operativo contra un asentamiento en Cataluña que dejó a cerca de 400 personas —principalmente migrantes— sin alternativa habitacional, en un episodio que revela cómo el racismo institucional y la criminalización de la pobreza se articulan mediante el lenguaje político y la gestión policial.
Un día antes de la conmemoración del Día internacional de las personas Migrantes, se ejecutó lo que ha sido considerado el desalojo más grande de la historia de Cataluña. El escenario fue el antiguo instituto B9 en el barrio del Remei, un espacio que durante dos años sirvió de refugio precario para unas 400 personas. Tras el despliegue de Mossos d’Esquadra y Policía Nacional, cientos de personas han quedado sin techo ni alternativas. Aunque el edificio presentaba condiciones de infravivienda , para sus habitantes era el único techo frente a la exclusión administrativa. El desalojo ha sido criticado por relatores de las Naciones Unidas, quienes señalaron que «Estamos asistiendo a un ciclo de desalojos, falta de vivienda y condiciones de vida inseguras e inadecuadas. Se trata de un fallo estructural que requiere una respuesta urgente basada en los derechos, y desde luego no más desalojos.”
Quienes vivían en el B9 eran en su mayoría personas en situación de extrema precariedad, con trayectorias migratorias marcadas por la falta de acceso a recursos, empleo estable y protección administrativa. Tras el desalojo, muchas quedaron sin techo y con perspectivas limitadas de realojo. Ya a mediados de noviembre, unas 400 personas se manifestaron por las calles de Badalona bajo el lema «Ninguna persona es ilegal», denunciando los distintos desalojos ejecutados sin ofrecer soluciones reales de vivienda y criticando la gestión puramente policial de un problema social. En aquel momento denunciaban la preocupación por el inminente desalojo del B9.
El lenguaje como arma: Criminalización y otredad
Más allá de la magnitud del operativo, el caso de Badalona actúa como un síntoma de un fenómeno global: la utilización del miedo y la exclusión como herramientas de rédito político.
Las palabras de Xavier García Albiol (alcalde de Badalona) tras el operativo no dejan lugar a la duda sobre el marco narrativo empleado. Albiol celebró el desalojo afirmando que el Ayuntamiento «no va a dar vivienda ni alojamiento a personas que han hecho la vida imposible a los vecinos» y subrayó que «las viviendas públicas son para los vecinos». Este discurso establece una dicotomía peligrosa entre el «nosotros» (el vecino con derechos) y el «ellos» (el migrante invasor/okupa), criminalizando y negando la condición de vecino a quien habita el municipio, independientemente de su origen.
Por su parte, el President de la Generalitat, Salvador Illa, ha mantenido una postura de «equilibrio institucional» que ha sido duramente criticada por las entidades de defensa de los derechos humanos. Ha justificado la actuación de los Mossos d’Esquadra apelando al cumplimiento de la legalidad y al orden público, una posición que los colectivos sociales interpretan como una validación implícita de las políticas de expulsión de Albiol al no ofrecer una alternativa habitacional inmediata desde el Govern.
También, este lenguaje institucional busca desviar la atención de los problemas estructurales de vivienda para centrarla en el «otro»: el migrante irregularizado por las propias leyes de extranjería. Ese tipo de declaraciones no solo legitiman la expulsión física, sino que alimentan narrativas que sitúan a las personas migrantes como amenaza, facilitando la aceptación social de medidas punitivas. Se está utilizando a la población migrante como chivo expiatorio para ocultar el fracaso de las políticas de vivienda, así como de un sistema productivista que ha abierto brechas de desigualdad cada vez más acentuadas.
El desalojo debe leerse también en clave de narrativas políticas y mediáticas que asocian migración con peligro y desorden. Investigadores, activistas y movimientos sociales advierten que el miedo se instrumentaliza para normalizar medidas autoritarias y para subvertir la empatía hacia las personas migrantes; esa retórica facilita la estigmatización y la exclusión social. Cuando los discursos públicos criminalizan la pobreza y la movilidad forzada, las respuestas se orientan a la expulsión en lugar de a la protección y la integración. El desalojo no es un hecho aislado, sino la ejecución material de una narrativa de seguridad ciudadana que prioriza la propiedad privada y la «limpieza» urbana sobre la dignidad humana.
Subvertir la narrativa: De la «seguridad» a la dignidad
Mientras algunas personalidades políticas celebran el «éxito» policial, 400 personas han sido devueltas a la intemperie. El perfil de los afectados —personas migrantes en situación de exclusión extrema— evidencia cómo el racismo institucional opera a través de la omisión de socorro. Al negarles o dificultarles el realojo bajo la premisa de su situación irregular, el sistema perpetúa un ciclo de exclusión: se les impide trabajar legalmente por la Ley de Extranjería y se les expulsa de los espacios de supervivencia por la Ley de Seguridad.
Organizaciones sociales alertan de que esta gestión solo consigue desplazar la pobreza de un barrio a otro, aumentando la vulnerabilidad y el riesgo de que estas personas caigan en redes de explotación. Testimonios recogidos tras el desalojo muestran la desesperación de quienes lo han perdido todo: «No sé dónde voy a dormir esta noche», declaraba una de las afectadas, evidenciando que la «limpieza urbana» se traduce en la desprotección total de seres humanos.
Para subvertir estas narrativas, es urgente dejar de hablar de un «problema de seguridad» y empezar a denunciar una «emergencia humanitaria provocada». La verdadera inseguridad ciudadana no es la presencia de personas migrantes habitando un edificio abandonado, sino una sociedad que acepta el sinhogarismo masivo como un paso necesario para «recuperar la normalidad».
La respuesta social frente al odio
En definitiva, lo vivido en el instituto B9 de Badalona no es un hecho aislado, sino la punta del iceberg de una deriva política y social peligrosa. Los discursos de odio contemporáneos, basados en señalar y culpar sistemáticamente a «el distinto» —ya sea la población migrante, o el colectivo LGTBIQ+—, funcionan como el combustible que alimenta y legitima estas políticas de exclusión y castigo. Al construir a estos grupos como amenazas al bienestar común, se facilita que la sociedad acepte la vulneración de sus derechos fundamentales como una medida de «seguridad» necesaria.
Frente a esta narrativa de la sospecha y el señalamiento, es urgente plantear un debate alternativo que rompa con la lógica del miedo. No podemos permitir que la gestión de nuestros espacios se base en la expulsión del más vulnerable; debemos transitar hacia un modelo cimentado en la cooperación, la no exclusión y el apoyo mutuo. Lo ocurrido en Badalona invita a reflexionar sobre la necesidad de exigir una redistribución de la riqueza que garantice que los recursos comunes sirvan para proteger la vida en todas sus formas.
La demanda final debe ser clara y contundente: los derechos humanos no pueden ser un privilegio de estatus ni una condición universal sujeta a la posesión de un papel o una identidad normativa. El derecho a la vivienda, en particular, debe ser una realidad para todas, sin excepciones. Debemos subvertir los relatos de odio para construir sociedades donde nadie sea invisible y donde la dignidad humana esté realmente por encima de cualquier interés electoral o de propiedad.
